En 1994 la Juventus compra un centrocampista de magnífica proyección. Un chaval joven, bastante guapetón, de mirada limpia. Uno de esos que cuando veías su cromo te venía a la cabeza un embajador de Unicef, pero con la foto de la ficha policial. Un embajador de excepción que, por culpa de la camiseta a rayas blancas y negras, parecía un preso. En 1994 tenía once años. A los once años se sabe poco, todavía estás empezando a darte cuenta de muchas indicaciones. Comienzas a descubrir qué significa el marketing. Comienzas a descubrir qué significa el concepto de promoción. Das valor a la palabra publicidad, tantas veces oída de boca de tu abuela. La publicidad de las galletas, del detergente para la ropa, de los coches deportivos. A partir de aquel 1994, aunque era pequeño, comencé a darme cuenta de lo despiadado que puede ser el destino, a veces, cuando se le atraviesa a un talento agotado por su propia aura de eterna promesa.
Del destino que como un buitre se cobra la deuda por un talento sin valor. A partir de aquel 1994 cada temporada que pasaba, las noticias deportivas, los periódicos, las emisoras de radio hablaban únicamente de lo fuerte que era aquel joven centrocampista: Alessio Tacchinardi. De la calidad que tenía, de su visión de juego, de su físico, de su profesionalidad. Un deslumbramiento capaz de anular cualquier otra noticia: Alessio Tacchinardi. La próxima temporada tendrá el titular de Alessio Tacchinardi. El centro de campo de la Juventus es el más fuerte de Italia, allí juega un tal Alessio Tacchinardi. Tacchinardi, balón de oro. Tacchinardi, fichaje estrella. Tacchinardi se ha tirado un pedo. Dios Omnipotente, sobrecargado por las peticiones, ha pedido a Tacchinardi que le eche una mano. Las tardes en aquella parte de la Tiburtina pasan sin ningún incidente. Bebo un Sprite con hielo para engullir una enorme porción de pizza y comprar cigarrillos. La barra del bar, los espejos, el uniforme de la señora: todo habla en una lengua vieja de al menos cincuenta años. Pegado a la máquina de póker hay un señor de unos sesenta años, con un jersey dos tallas más grande. Pulsa los botones de la máquina como si estuviese en juego su vida: una mezcla de aburrimiento y exhibición de desesperación, ofrecida en sacrificio sobre el altar de las vanas esperanzas, esas, quizá, de lograr una victoria colosal, y no teniendo a nadie, ni siquiera para mandar a tomar viento, ir al centro a comprarse un traje bonito y un borsalino, rodearse de mujeres pagadas, gastar cinco mil euros en una mesa de un local para ricos evasores fiscales, con esas caras de color mierda de astutillos demacrados; aplaudiendo distraídos por numerosos senos arrugados y siliconados en un piano bar de Umberto Smaila con los bigotes salpicados de blanco y los ojillos de comadreja en busca de alguna condesa ajada: urraca ladrona aprisionada en el físico de un Happy Hippo[1]: golpe tras golpe. El señor hace un gesto a la camarera y sigue maltratando la máquina de póker con la sensación precisa de que dentro de poco, después de esa última Peroni servida en un vaso de cristal rayado y sucio de caliza, volverá de alguna parte a refugiarse tras el enésimo golpe en un centro de campo que hasta ese momento confiaba en su talento misericordioso. El árbitro, antes de que los pajaritos de la Tiburtina empiecen a cantar, pitará tres veces. En verdad, en verdad os digo que será así. Alessio Tacchinardi, en todas sus formas y sus dimensiones, corre y se muestra en los centro de campo más insospechados de nuestra vida. Me dirijo al local eructando el anhídrido carbónico del Sprite: un eructo hermoso, ensordecedor, los otros, conforme me acerco al lugar, más discretos. El Coffee Pot es el trastero de un Mago Merlín campeón de parkour. La decoración es visionaria, como una escenografía rotativa que para completarse verdaderamente necesita que todas las identidades y las almas de los objetos sean catapultados a un reino bien preciso. Un centro de campo bien alineado era aquel del Coffee Pot, donde el concepto de casa, para completarse, necesita de un tiempo no superior a los tres minutos acostumbrados de recuperación. Tres minutos y estás en casa, juegas en casa entre sofás viejos, lámparas surgidas de un artesanado cerebral, secadores de peluquería, libros, cajoneras, cestas de lavandería. Te sientas con un pie en casa de tu abuela y con el otro dentro de la tienda de un ropavejero que sabe con qué acento hablar al mundo usando el único dialecto que conoce. El vino blanco está fresco y te deja en la boca un sabor de victoria, no como el recuperador salino en la cantimplora de Tacchinardi. El concierto es amarillo ocre, como el color de una camisa barata puesta para la boda de un buen amigo.
Después del concierto comienza una sesión de dj que mete en mitad de la pista a toda la gente posible, enloquecida por bailar, hacerse ver o solamente estar en pie. En mitad de la pista notas el verdadero olor de la humanidad. Del hombre y del ser humano. Asistes a torpes intentos de velar la identidad olorosa, notas el olor de caca de perro, de vómito, de miseria. Las caras de la gente: muchas tienen miedo. Miedo de existir. Por tanto, humanos. Una bulimia creciente de imágenes que hablan, porque de carne latente estamos hechos, de sangre y materia, nada más. Evidencia del dolor es el cuerpo, como de esperanza. Fisicidad aparentemente frágil, ciertamente única, que por el contrario sabe encajar las sugestiones de entornos espantosos. Cada uno reina en sus propios abismos. Abrazos ensayados: qué célula de soledad son los abrazos, el contacto. Son sólo las contingencias, quizá, de dar impulsos al instinto, cuando por el contrario está en la historia: nuestra fisicidad debería ser el único sistema para relacionarse con el mundo y el prójimo. Siempre está más narcotizada la sabiduría innata del hombre para desvelar la propia intimidad. La propia humanidad. Miedo a sufrir: existencia. Existir, como vorágine para ofrecer, sumada a otras vorágines, al mundo y al prójimo. Abismo capaz de sentir la profundidad del otro. Las mujeres bailan juntas, los hombres, como en los documentales de National Geographic, practican un baile de seducción. Se hinchan como pájaros del paraíso, desplumando sus colores chillones, pero no logran ir más allá de ser pechos de pollos desplumados, haciendo ostentación más que de valentía de una entrega al banco de abdominales. Las mujeres juegan un poco, bien fuertes. Se mueven cerca de un hombre con ese aire de suficiencia, cierto; listas para explotar, como Tacchinardi cada agosto. Pavos con el síndrome de Tacchinardi que rechazan pringados con el síndrome de Peter Pan. Boing boing, como renacuajos con cuatro patas.
En la pista hay un intento constante de afirmar la carne. Se camina apretados, casi uno sobre otro, sonriendo, felices, un poco alcoholizados, pero solos. La trampa de la falta de tiempo pone las zancadillas, hace falta moverse siempre. Ésta es la ilusión: lo que se mueven, cuando echas una ojeada, son las paredes. La manada de mujeres y hombres se ha disgregado en favor de tantos líderes de manada en busca de integración. En espera de reconocimiento, hambrientos de méritos en los que ellos mismos logran creer con dificultad. La génesis de los bailarines es pasto de lo que es seguro, modelos de papel mojado creados por potentes condenados. Trato desesperadamente de llegar a la barra, me tengo que beber otro vino helado. Hay una multitud de treintañeros medianamente cultos, medianamente informada, medianamente inteligente, escasamente inteligibles y fuertemente cachonda que busca una chispa a la que confiarse. Alcanzo la barra, en el centro de campo del Coffee Pot diversos Tacchinardi han ido a todo correr, dejando de hacerlo sólo después de que un silbato señale el fuera de juego. Hace calor, es un centro de campo al rojo vivo. Un condenado rol este de los oponentes del centro de campo, regala sólo satisfacciones efímeras, a pesar de que soporta la suerte del equipo. Sale un revival que diseña de nuevo las actitudes eróticas de la pista y vuelvo a conquistar la zona de fumadores, donde hay una salita al aire libre. Una especie de veranda con mesitas donde muchos jóvenes se reúnen a echar un cigarrito. Son jóvenes que por lo general van en camiseta, con logos irónicos y de colores pastel, algunos llevan perilla y el pelo un poco despeinado, sandalias y parecen en paz con todo, aunque el mundo por completo esté en guerra. El primer lugar. Esto es lo que se necesita. Estar por delante de todos. Ser el líder no basta si los otros son iguales a ti. A fin de cuentas está lleno de reyes sin pueblo.
En este baile, en estas miradas, rodeados de cuadros, radiadores, botellas para engullir, están todos a la búsqueda de un trono que genere algún tributo. Todos queremos más, porque en el fondo, lo sabemos, no poseemos una mierda o casi, y lo poco que hay no saben mantenerlo bien. El Coffee Pot lanza música sin pensamiento, la gente se mueve sin pensar brindando a un cielo imaginario, sólo imaginado. Baila para no pensar en cuánto miedo hace falta para experimentar la piedad, para volver a ese abrazo de la madre, que fue el primero. Reinventado y revisitado de infinitas maneras, buscado y confundido con otra infinitud. El pase del Coffee Pot autoriza a esperar la ilimitada capacidad de encuentro, es natural instaurar una conexión. Pero la nueva beatitud es ciega, no ve en el fin el testimonio del haber estado. Es obligado instaurar una conexión, sin advertir que lleva consigo menudencias de sí mismo. No es un gol que da la victoria en el último minuto este comenzar contínuos conocimientos: es un tiro desde fuera del área, el enésimo esclaforío sin resultados provocado por el hábil Alessio Tacchinardi, que no sabe cómo explotar. Fuera, en la salita al aire libre, la representación de cuerpos es el único motivo que lleva a liarse aún un poco de tabaco. En esta misma representación, sello de autenticidad en la vivencia, está la energía del Coffe Pot. Un recorrido que arrastra la identidad hasta la vorágine en la cual tuvo su inicio. Aquella de un poco de tabaco, dos sonrisas, un cruce de miradas, dos palabras y un beso con lengua. Un recorrido que en su simplicidad siempre se manifiesta de manera más escasa. Un recorrido que siempre mucho más a menudo se desvía hasta comprender los abismos de alrededor. No se piensa en ello, sin embargo está en sitios tales que allí se encuentran cándidamente reflejos delante del propio origen. Con sabiduría e inmerso en geometrías mórbidas pero rigurosas se percibe todo el temor que hay allí.
Erradicados de la frecuentación cotidiana de la imagen estéril de sí mismo, allí se refleja de una nueva luz. Hay que dar muchos pasos hacia atrás en este baile entre hombres y mujeres, muchas carreras en el centro del campo para cubrir a la defensa más que para montar el ataque. Un horror vacui muy temido es ése del silencio. Muchos pasos hacia atrás y muchas idas a todo correr para salir al encuentro del balón, la única verdad. Un líder de la manada errabundo a la búsqueda histérica de algo que nunca será capaz de alcanzar. O de distinguir, eternamente a la conquista con otro. Toca, hazte tocar, párate, en ese montón de cuerpos con el brazo en lo alto gritando YMCA, no llegarás más allá. ¿Sientes qué intensa es la reverberación de un abrazo? ¿Cuánta energía hay en un desconocido que está a tu lado? ¿Cuánta fuerza hay en un talento naufragado si ningún buen motivo? Toda la fascinación que calienta los corazones al sentir que el año próximo será una vez más el año de Alessio Tacchinardi. El año próximo es nuestro año. El año de las obras en casa, del contrato como Dios manda, de ella, que finalmente quiere follar; del coche nuevo, del viaje intercontinental, de la salud de hierro, de la victoria del balón de oro.
El año de todos aquellos que están por explotar, pero sin detonador.
El año de las garrafas de champán, pero descorchadas con un sable.
Coffee Pot
Vie della Lega Lombarda 54
El Coffe Pot nace en 2010 para ofrecer una aplicación concreta al concepto de revaloración de los espacios. Su mobiliario exprime al máximo la recuperación de materiales heterogéneos: a pesar de la sabia combinación de los ingredientes de la vida en un ambiente rebuscado, entre sofás viejos, calzoncilos y cascos para la permanente es imposible no sentirse como en casa. El local está dirigido a personas jóvenes, amantes del arte, de la música underground y de la cultura en general.
Friday in Rock
El viernes hay rock en el Coffee Pot. Hay exposiciones de artistas y conciertos de grupos noveles, tanto italianos como extranjeros. Tras el concierto se sigue con una sesión a cargo de dj Fabrizietto, que anima la noche a ritmo de indie. Para los amantes de una atmósfera chic y radical los viernes la parada es obligatoria y se llama Friday in Rock.