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La parte más caliente
de Juan Soto Ivars

1.
Eran los días en que el trabajo no nos había tocado. Los días en que conocíamos íntimamente al verano y él nos permitía pasear sobre su espalda. La vida era para nosotros ir y venir por las calles conocidas, apacentar el aburrimiento en los descampados que rodeaban al pueblo y fantasear con las chicas: criaturas incomprensibles y deseadas que nos ignoraban como a mendigos pedigüeños. Recibían a cambio nuestras respuestas iracundas e ingeniosas. Nuestras pedradas cargadas de amor.
El pueblo era pequeño pero las diferencias entre los habitantes estaban muy marcadas: estábamos nosotros y aquellos a los que más fácilmente podíamos asustar.
Yo vivía con mi familia en un bloque de viviendas baratas junto a las vías del tren. Innumerables días de mi infancia esperé con algunos más como yo a que pasase el mercancías cargado de vagones de madera y tanques de gas butano. Algunas veces hacíamos apuestas sobre el número de vagones que llevaría el tren. Nos jugábamos dinero o cromos de fútbol. Otras nos divertíamos colocando enormes piedras en los raíles. Piedras redondas que estallaban al ser aplastadas por las ruedas metálicas y que poníamos allí con la esperanza de hacer descarrilar el convoy. Supongo que aspirábamos a provocar algo en aquellos años de tedio. Algo que nunca logramos.
Las noches eran todas para beber. Cuando podíamos, fumábamos algún porro o tomábamos alguna raya de cocaína. Éramos siempre los últimos en dormir y los últimos en despertar, como si el día ya nos resultase odioso en sueños y lo retrasásemos todo lo posible con largas noches callejeras. Debíamos tener trece o catorce, excepto Paco, que era algo más pequeño.
Fue aquel el verano que recuerdo, el verano que no he podido borrar de mi memoria.
Mis padres, cuando mi hermano fue teniendo la edad para empezar, lo mandaron a vivir con nuestros tíos. No querían que viniera conmigo, yo lo sabía aunque no me dijeran nada ni tratasen de corregirme. Después me escapé de casa y ahora no sé si mis padres están vivos o muertos. A mi hermano lo vi hace poco.
Se ha quedado calvo.

2.
Ese verano que recuerdo es el los catorce. El único que puedo rememorar aislado de los otros. Lo que sucedió supuso para mí un cambio. Aún hoy no sé decir qué cambio fue ése, qué hubiera sido de mí sin aquella circunstancia o qué sería si las cosas se hubieran desarrollado de otra forma distinta a partir de ahí.
La historia de ese verano empieza por casualidad o por una aspiración ya olvidada: los chicos y yo elegíamos los lugares para beber en función de no sé qué apetencias. Cada tres o cuatro noches, por alguna razón, nos íbamos a otro portal, a otro descampado, a otra plaza. Esquinazos al aburrimiento en un mapa de pocas esquinas. El silencio nocturno sólo se veía roto por alguna televisión que traspasaba la ventana abierta de una casa y por nuestra risa, tan estridente que despertaba a los vecinos.
Aquellos días habíamos elegido una casa en particular, distinta a las demás, con una diferencia que todos conocíamos aunque no comprendiéramos del todo. Era la casa del escritor, un viejo malhumorado a quien era raro ver por la calle y que, cuando salía, lo hacía acompañado de una mujer igualmente vieja y desagradable. Todos conocíamos su nombre (el mismo nombre que tiene hoy la escuela) pero ninguno había leído nada de él.
Es posible que fuera yo quien se empeñó en ir a beber en su portal o puede que fuera casualidad.
Recuerdo los nervios de la primera noche.
Cuando alguien del pueblo volvía después de haber vivido en otro sitio encontraba recelo. Como si viajar fuera adelantarse en una película y la gente que no viaja temiera que le destripasen el final, o que hicieran alguna burla con la ignorancia de los demás. El escritor había vivido siempre fuera y no fue hasta que estuvo muy viejo que quiso volver al pueblo para tranquilizarse. Pero nosotros, los chicos, estábamos allí para impedírselo.
El primer día que fuimos allí a beber salió a la ventana del primer piso su compañera. Estaba despeinada y nos gritó que no eran horas. Nosotros nos reímos a carcajadas que la enfurecieron, pero aquellas eran risotadas torpes porque no sabíamos qué responderle.
Estuvimos hasta muy tarde y no volvimos a verla a ella ni al hombre. Cuando nos aburrimos y nos fuimos a casa, yo miré atrás y vi cómo la luz en la ventana del primer piso se apagaba.
A la noche siguiente volvimos. Después de un rato de contar chistes y armar jaleo fue el hombre quien apareció, y no precisamente en la ventana. La puerta de la casa se abrió y vimos al viejo. Se nos acercó muy tranquilo, sin decir nada. Yo miré al suelo tarareando. Alguno hizo una broma que no conseguí escuchar y me reí a carcajadas, como los otros. Podía sentir al hombre parado ante nosotros, inspeccionándonos uno por uno. Levanté los ojos para descubrir que aquella no era una forma de mirar en absoluto provocadora. Poco a poco nos callamos y nos quedamos observándole todo lo desafiantes que pudimos. Él sonreía y asentía sin decir nada. Lleno de desprecio hasta el arco bonachón de las cejas.
Dijo: anoche mi hermana os pidió que no hicierais tanto ruido.
Antonio era el más valiente. Le soltó:
¿Es que no os dejábamos follar tranquilos?
Y todos nos reímos muy fuerte, y yo me reía furioso sin saber por qué.
Pero el hombre se rió también y siguió hablando:
Mi hermana tiene el sueño muy ligero, y yo trabajo por la noche.
Antonio bramó:
¡Trabajar de noche! ¡Y nosotros creíamos que eras rico!
Y todos nos reímos y algunos hicieron gestos, y Manuel le pidió dinero y todos nos reímos pero yo me quedé mirándolo, y sus ojos parecían haberlo visto todo antes de que naciéramos y no se asustaban. Esa mirada me entristeció. De alguna forma. No sé.
Como soy rico, repuso tranquilamente, os voy a proponer un trato. Yo os doy un poco de dinero, y vosotros os vais. Mañana haréis lo mismo, así que os dejaré el dinero en el portal. Lo recogéis y os vais donde yo no pueda oíros. ¿Os parece bien?
Nos habíamos quedado pasmados, Antonio tenía la boca abierta, él, el más lanzado no encontraba nada que decir. Fue Tomás quien se levantó y dio un apretón de manos al viejo.
¡Trato hecho!, exclamó, y todos hicimos mucho ruido para demostrar que estábamos de acuerdo. Y que estábamos contentos. Pero esa alegría no se imprimió en el viejo, y esto me hizo sentir más abatido. Sentí frío y pena y vértigo, una sensación desconocida me sacudió en silencio y se quedó ahí.
En este momento miro a mis amigos pero no me atrevo a mirar al viejo. La situación me parece desesperantemente larga.
Pero todo sigue su curso. El hombre nos dio dinero y nos marchamos, jaleándonos, echando carreras. Recuerdo que nos pareció muchísimo dinero. A aquellas horas no teníamos dónde gastarlo. Nos reíamos y nos frotábamos las manos porque íbamos a ser ricos. Y todo eran bromas desde ese día a costa del viejo y nuestra forma de tomarle el pelo mientras él seguía, cada noche, poniendo algo de dinero en la puerta de su casa.

3.
Fue un verano infernal. Por el calor y por lo mal que me sentía. Saber que ese hombre trabajaba de noche me había impresionado. Lo imaginaba largas horas encorvado sobre la mesa y cuando recogíamos el dinero (que siempre estaba allí esperándonos) sabía que él escuchaba nuestros pasos llegar por la calle e interrumpía su tarea hasta asegurarse que estábamos bien lejos.
También yo escribía entonces.
No recuerdo qué temas trataban las historias y poemas que yo escribía. Tampoco sé cuándo empecé ni por qué me dio por ahí. Recuerdo, eso sí, que durante aquel verano fue lo más importante de mi vida. Más importante, al menos, que las chicas.
El dinero que nos daba el viejo lo gastábamos al día siguiente comprando porros. El camello era un chico mayor que nosotros que sólo dejaba a Antonio acercarse a su guarida. Esto nos enfurecía, porque daba alas a que Antonio nos ocultase lo que, según él, eran las noticias más importantes de aquel de pueblo sin vida. Con el paso de las semanas, el camello había alcanzado la posición de líder revolucionario en nuestras cabezas. No recuerdo, por más que lo intento, cuál era su nombre. Antonio permanecía siempre mucho rato en su casa, de donde salía con expresión recelosa de iluminado. Echaba a andar delante de nosotros sin permitirnos que nos acercásemos, como si pudiéramos desbaratar con nuestra conversación los importantes asuntos sobre el futuro que el camello había compartido con él. El camello creo que se llamaba Rubén.
Aquello me daba la rabia necesaria para escribir. Llenar el papel se convirtió en poco tiempo en un acto de rebeldía contra el poder de Antonio y la importancia de sus asuntos. Él sería un líder de la conspiración, pero yo estaba creando algo inmenso: una luz que trepaba por las paredes de mi cuarto mientras mi hermano dormía, inmortal, absoluta y titánica como la del sol. Pero de igual forma que Antonio tenía al camello y su aceptación para afianzarse en su papel de emisario entre el mundo y la Revolución, yo necesitaba también mi reconocimiento. Fue entonces cuando empecé a darle vueltas a la forma de hacerle llegar al escritor mis historias.
Naturalmente los demás no podían saberlo. Yo les ocultaba todo. Pasaba el día tomando notas y por la tarde me encerraba en la habitación para copiar las mejores en todo el papel que podía conseguir: cuadernos míos y de mi hermano a los que habían quedado páginas en blanco durante el curso, cartas del banco y la Telefónica que mi madre tiraba sin abrir a la basura. También era preciso ocultar aquel asunto a mis padres.
En esos días empecé a sentir aquel dinero que nos daba el viejo como un peso doloroso. Era la prueba tangible y concreta de que lo único que deseaba el escritor era mantener lejos a aquellas fierecillas molestas que éramos nosotros. Eso era yo también para él. Pero el viejo aprendería que yo no era como los demás.
Me sentía seguro de mí mismo y al momento siguiente amenazado y frágil. Por las noches, mientras mis amigos y yo nos carcajeábamos por cualquier asunto y fumábamos un porro detrás de otro, echaba un vistazo a la zona en la que vivía el escritor, tratando de imaginar cómo construía él historias mientras yo perdía el tiempo.
Un día me herí la pierna con un hierro oxidado para coger el tétanos y tener una excusa para quedarme en casa durante la noche. El corte sanó enseguida sin llegar siquiera a infectarse.

4.
Mi ánimo estaba tan encendido como arruinado. Peleé con mi hermano y lo machaqué. Anduve castigado en casa sin dejar de buscar en mi cabeza la forma de acercarme al escritor. De alguna forma, había llegado el momento de dar la cara.
El verano iba apagándose en la caldera hirviente del cielo. Poco a poco, sin que nos hubiéramos dado cuenta, la noche se anticipaba. También sentíamos ya el cansancio de un verano largo, como la piedra tostada, como el hilo moribundo de la fuente que chorreaba en la plaza.
Yo releía compulsivamente mis creaciones tratando de mejorarlas antes de que terminase el plazo imaginario que me había impuesto y que no tenía fecha concreta. Era la prisa y la desesperación de no poder terminar a tiempo, y el desprecio convertido en odio hacia mis amigos, que me impedían sin darse cuenta realizar la misión que se me había metido en la cabeza.
Entonces, una tarde, lo veo aparecer por la calle en compañía de la vieja. Les sigo sin que se den cuenta. Caminan despacio, sin mirar a nadie. Se sientan en un banco y, mientras él lee un periódico, ella come pipas que va sacando de una bolsa con su pequeña mano de foca. He imaginado el encuentro millones de veces y puedo volver a hacerlo en esos momentos decisivos. Él bajará el periódico para mirarme y yo arrancaré a hablar con la única persona del mundo capaz de salvar mi vida. Pero cuando me paro delante de él, sigue leyendo. Escucho a la mujer comer pipas ruidosamente, cáscaras partiéndose entre sus dientes y yendo al suelo envueltas en una cápsula de saliva.
Una fuerza invisible me paralizaba, parecía habernos congelado a los tres y nada cambiaba mientras mi corazón pedía a gritos un gesto.
Finalmente el hombre levanta los ojos del periódico y me reconoce.
¿No tenéis suficiente? ¿Vienes a por más?
Sé que no debo hundirme. Quiero decirle que no soy como ellos. Quiero que sepa que soy como él.
Pero las lágrimas avisan su avalancha en la garganta. No me atrevo a moverme y siento una necesidad implacable de pedir perdón.
¿Qué te pasa, chaval?
Sus ojos helados en mitad de la plaza. La mujer ha dejado de comer y se hurga los dientes con un trozo de cáscara de pipa. Oigo mi propio pulso dentro del oído. Quiero pedir perdón. Quiero echarme a llorar en sus brazos. Quiero morirme así, llorando, llorando hasta morir.
El viejo se levantó y dejó el periódico sobre las piernas de ella. Extrajo algo de su bolsillo y me lo puso en la mano. Sin mirarme siquiera, le dijo a ella:
Como ves, ya ni siquiera necesitan hablar para sacarme los cuartos.
Sin darme cuenta había empezado a insultar a la vieja, y le di una patada en las manos que hizo volar la bolsa de pipas. Una patada con todas mis fuerzas. El hombre gritó algo pero no fue detrás de mí. Quizás se quedó con ella. Examinándole las manos gruesas y cortas. Las manos justamente doloridas.
Yo corría como si hubieran soltado a los perros. Llegué a la acequia. En la mano, la moneda que me dio el viejo dolía: tan fuerte la apretaba. Tiré todos mis escritos al agua y si no me tiré yo detrás, fue porque siempre he sido un cobarde. Porque ni siquiera pude decirle al viejo lo que había querido decirle.
Aquel año empecé a trabajar. El verano siguiente fue ya como todos durante el resto de en mi vida. La parte más caliente del año. No recuerdo en qué gasté la moneda, no recuerdo si la gasté. No sé de cuánto dinero era esa moneda.


Ilustración de Ilaria Meli

 

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