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La niña suicida
de Paula Cifuentes

Sucedió hace mucho tiempo. Quiso saltar. Cayó en picado contra el asfalto y mi abuelo llora al recordarla. La llamaron de algún modo que ni recuerdo. Preferí recordarla como la niña sin nombre. Me dijeron que rezara. Que estaría en el cielo (y yo pensaba que si de verdad lo estuviera no habría acabado aplastada en el asfalto, bajo la ventana).
La niña sin nombre estaba muerta. Como mi perro Karl.
Lo mataron. Los perros no sufren, dijeron. Pero Karl gruñía profundo, como cuando estaba triste o se quedaba solo en casa. Tenía los ojos grises y le quedaban pocos dientes. Movía las orejas y yo le hablaba y él me entendía. Aunque me enseñara los encías y yo me riera de los pocos dientes que le quedaban. Lo hicieron por él, para que no sufriera. Pero el tío Andrés llevaba meses sufriendo en el hospital y nadie decía que era mejor matarlo. Preferían que muriera de viejo y de dolor. Me vestían de azul para ir a visitarlo. Mamá me colocaba un lazo en la cabeza y me regaba con colonia nenuco que resbalaba por encima de mis cejas y se me metía en los ojos y picaba. La habitación del tío tenía una ventana. Me asomaba a ella y me regañaban porque abajo sólo había un patio y debía de ser muy feo porque no querían que lo viera. Mamá me cogía y me llevaba donde el tío que me daba besos con olor a fluor, como el que la profesora nos daba los lunes para fortalecer los dientes, para que no se nos cayeran como les sucede a los perros. Me sentaban en su cama y él me decía: guapa, guapa y me acariciaba con esos huesos sin piel que eran sus brazos. Y yo le preguntaba a mamá: mamá, ¿se va a morir? Y ella: que no, que qué cosas dices hija, pero sus ojos tristes, se clavaban en su bolso y lo abría y empezaba a rebuscar cualquier cosa, como si tuviera mucha prisa.
Decían de mi hermana que siempre cantaba cuando estaba a solas. Era mi hermana pero yo no lo creía porque los adultos mienten y yo sabía que me querían engañar. Mi hermana, como ellos la llamaban, era un hada. Tenía los pies pequeños y las manos. Y cuando apareció (porque no nació, las hadas no nacen) venía ya llena de puntillas y de lazos.
Yo le busqué las alas pero no las tenía. Entonces pregunté a las monjas del colegio si las hadas tienen alas, porque ya no estaba muy segura. Y ellas me dijeron que no blasfemara. Pero cuando les pregunté si los ángeles las tenían- que hablar de hadas es blasfemia, pero no hacerlo de ángeles- me dijeron que los ángeles son unos seres preciosísimos que son perfectos y que sí que tienen alas. Pero los ángeles caídos (que son lo que se tropezaron en el cielo y no encontraron una nube a la que agarrarse) no tienen por qué ya que se les rompieron, que las alas son unas cosas muy delicadas. Así que yo supuse que a mi hermana se le habían roto y que por eso no podía volver al lugar de donde era y tendría que quedarse para siempre con nosotros.
Cuando le pregunté a las monjas si mi hermana, la niña sin nombre, era un ángel caído me mandaron a confesarme y a lavarme la boca con jabón.
La niña tardó mucho en hablar. Y mis padres estaban preocupados. La sentaban en sus rodillas y le decían, pio pio, guau guau. Y claro, así no me extraña que no quisiera aprender porque para decir esas tonterías yo también me hubiera quedado callada. Se lo decía por las noches, que no se preocupara, que algún día papá y mamá aprenderían a hablar como las personas, que ya se sabe con los adultos. Y ella me miraba con sus ojos de hada y los guiñaba y estiraba sus dedos y yo sabía que me comprendía porque había leído en un libro que me regalaron los abuelos muy bonito que las hadas entienden cientos de idiomas.
Mi hermana me comprendía como lo hacía Karl.
Y un día empezó a cantar. Y mamá: mira mira. Y todos: ahhhhh. Y yo no me sorprendí y dijeron que le tenía envidia, porque no me alegré como ellos, no palmeteé, ni solté gorgoritos, ni dije que era la niña más lista del mundo. Yo sabía que si mi hermana no lo había hecho antes era porque no quería. Vaya cosa, dije. Y entonces decidieron que tenían que mandarme a clases extraescolares para que no sufriera cuando ellos hicieran caso al hada y la abrazaran y a mí no.
Fui a un señor que se llamaba psicólogo, que se empeñaba en que pintara y pintara.
Entonces Karl se puso malo y escupió los dientes que le quedaban y dijeron que se lo iban a llevar a curarlo pero yo sabía que me mentían porque mamá lloraba y papá tenía ese tono con el que quiere parecer serio cuando en realidad está triste.
Y el hada no cantaba porque las hadas son muy perceptivas y se daba cuenta de todo. Karl era consciente de que lo iban a matar porque bajaba los párpados y me empujaba la mano con su hocico y tenía el rabo entre las piernas, como cuando papá le regañaba por haber hecho alguna de las suyas, como ellos decían.
No volvió. Y yo lloré porque lo echaba de menos y mamá lloró porque decía que no me podía ver llorando. Y mi hermana no lloró porque las hadas no lloran. Pero papá sí, porque aunque los padres tampoco lloren, de vez en cuando se les escapan algunas lágrimas porque se les ha metido una cosa en el ojo y no se la pueden sacar con los dedos.
Mi hermana empezó a andar. Se agarraba a las cosas y se caía y yo le decía cuando nos quedábamos solas que no hacía falta que disimulara porque sabía su secreto, pero que no se lo iba a decir a nadie porque los secretos no se cuentan, que Marta le contó a sus padres que le había cogido un lapiz a Silvia y ya no le volví a hablar. Mi hermana se reía, con su boca sin dientes, como la de Karl y aplaudía, porque era lo que hacía mamá cuando estaba muy contenta con cualquiera de sus adelantos. Yo le repetía que no hacía falta disimular cuando estuviera conmigo.
Cuando dibujaba el psicólogo me preguntaba miles de cosas. Me pedía que le contara lo del monstruo del armario, lo de la enfermedad del tío Andrés y lo de la muerte de Karl. Pero nunca le expliqué nada de las hadas. No quería que mi hermana se enfadase conmigo.
Mamá se empeñaba en vacunarla para que no cogiera enfermedades, pero las hadas no enferman y mi hermana gritaba cuando la ponían sobre la báscula y yo me tenía que callar porque si se lo hubiera intentado explicar a esa enfermera tan grande y tan fea, ya no hubiera sido un secreto y los secretos no se cuentan. Le metía la aguja en su piel y le inyectaba líquidos de colores y el hada la miraba deseando preguntarle por qué me haces esto.
Se cayó por la ventana del salón, que mamá había dejado abierta, (sin querer diría después, sin querer, sin querer, sus manos temblando, como cuando el hada aprendía a andar y no sabía a qué agarrarse). Y yo, que sabía su secreto, no me asusté. Al fin y al cabo las hadas llega un momento que tienen que volver al bosque con los gnomos y los elfos. Ella se cayó y yo no intenté agarrarla.
Y mi madre: tenías que haberla salvado. Eras su hermana mayor. Podías haberlo hecho.
Pero yo quería ver sus alas y no la salvé, no la agarré. La vi caer. Boca arriba. Lloraba. El vestido blanco que le había puesto mi madre, que se había manchado con el puré ondeaba y el hada caía.
Y no pude ver nada. El vestido le tapaba las alas.

Ilustración de Margherita Barrera

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